Se trataba de una canción que revolvía no solo el recuerdo de la A6 una noche profunda del invierno de 2005. Era la oscuridad de aquella noche, la incrudilidad ante lo que había ocurrido tres días antes, la carretera, y la conclusión de una soledad cuya existencia había sospechado y en esos días, por fin, había confirmado. En ese viaje precisamente. En ese coche que no tenía demasiado sentido conducir porque no era mío. Nada era mío en ese momento. El final de todo, pensaba, y en realidad era más bien el principio. Delicate en bucle. Un santo que nunca lo fue, un templo que por sí solito duró poco tiempo, pero un montón de escombros que hasta esta noche no me atrevo a limpiar y a meter al contenedor. Para ese santo no había sitio en las borracheras de Cardhu o en los requiem por el Pez. Ese santo no mereció ni una mayúscula, ni las cartas de amor que no se llevó en la maleta, ni el silencio a modo de formol en el que lo he conservado. Fuera.
¿Cómo le dice uno al estómago, al tercer chacra o al alma que no se encoja ante un sonido que apunta justo en el punto donde duele? ¿cómo se desprende uno por fin de lo que más daño le ha hecho y cuyo abandono ha sido definitivo para empezar de nuevo y reconocerse de nuevo?¿Cómo se hace eso de darle un sitio en lo que más quieres para por fin despedirlo, entre flores, como barquita de ceremonia de la virgen del Carmen, mar adentro, allá te hundas, allá te pierdas, allá te quedes como malhombre de tango arrabalero? ¿Así?