martes, 8 de noviembre de 2011

Licencia

Le agradecí que viniera jugando a hacer una reverencia. Llegó como salido de una película ambientada en Nueva Orleans, y yo, muerta de frío en pleno trópico, no pude más que comentar la imagen.
- He escuchado muchas Lunas Rojas...
- ... pero ninguna como ésta, ¿a que sí? -le interrumpí en mi más puro estilo.
- Ésta quita el frío de los pies porque se puede bailar.
Y me ofreció la mano como si de una fiesta de quinceaños se tratara, y yo acepté con la vergüenza del que se sabe observado. Me invitó, me dijo al oído buscando mi perfume, que de repente todo mi cuerpo debía ser ligero y deslizarse, como si nada, ojos cerrados, por aquel porche mohoso, como si llevara un vestido de gasa como no era el caso, como si no me pesara el alma, como si todo lo que sonaba de fondo fuera aquella brisita de campo abierto que echaba de menos. Y entonces me sentí como princesa de cuento cursi, ridículamente feliz en un bucle que no quería que se terminara, sumergida en el laguito de espejo de una caja de música que no iba a dejar de sonar por más luciérnagas que me devolvieran al calor que nos rodeaba.

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